—cinediario—

Este mes ha sido poco abundante, aunque prolífico en cuanto a géneros y cineastas. Primero de todo he de destacar el inicio de un ciclo sobre el cine de Jack Clayton, un director del que solo había visto (hace mucho) su gran The Innocents y del cual era necesario ver toda su filmografía (pues es fascinante y no muy extensa). Pero, antes de hablar de ello, he aquí un pequeño comentario sobre una película que tiene mucho que ver con Clayton, aunque no sea suya…

Carnival of Souls

Carnival of Souls de Herk Harvey (1962) es una fantasmagoría apasionante. El uso de la música del órgano, aunque llega a ser un tanto repetitiva por el efecto que causa, consigue crear cada vez una atmósfera de suspense que yo no había visto desde The Innocents de Clayton… La película es una constante llamada a poner las cosas en su sitio; a que algo no anda bien en el cosmos y debe ser resuelto, solo que nuestro punto de vista es el de la protagonista y todo se vuelve más enrevesado e interesante. En un limbo (¿purgatorio?) donde la ausencia de sonido ambiente conduce a las sombras de una feria fantasma, la chica que sobrevive a un accidente será devuelta a la realidad del mismo. Momentos de creatividad artesanal absolutos frente a imágenes cargadas de potencia y secuencias apabullantes amparadas por la incertidumbre in crescendo… inexplicable en su misterio narrativo y admirable formalización de lo relativo a la ultratumba.

En Room at the Top (1959) Jack Clayton es capaz de provocar sentimientos enormes a través de un movimiento de cámara que reencuadra a dos personas que se aman o a partir de una metáfora visual con un coche de juguete… En Room at the Top se elabora un portentoso drama que parte de la diferencia de clases desde un principio, de manera sutil, hasta convertirse en el eje sobre el que pivotan todas las relaciones entre personajes. Joe se encontrará con su deseo inicial truncado, tras haberse enamorado de Alice jugando a dos bandas entre ella y Susan. El dolor surgirá a través de los encontronazos con los burgueses y la pérdida, no solo de la mujer amada, sino de la actitud diferencial ante la vida; tras convertirse él en lo que era Alice, pero perdiendo todo orgullo y condenado a ser infeliz de por vida. 

Estamos ante una gran película de uno de los mejores cineastas británicos que, no está muy alejado de Von Stroheim en The Wedding March (sobre todo en su final) y que demuestra una calidad formal propensa a elaborar análisis sustanciosos a la vez que a generar sentimientos muy fuertes cogiendo todo lo bueno y todo lo malo del comportamiento humano. Compleja y sencilla, The Room at the Top me ha fascinado, de verdad. Así como The Pumpkin Eater (1964) que es, de momento, la película de Jack Clayton más obtusa que he visto (todavía tengo que resolver si para bien o para mal) y con ello le refiero a la interacción formal que incide de manera muy interesante en los quiebres para proponer metáforas en sí de la crisis de Jo (la actuación de Anne Bancroft es brutal, pero creo que tiene mucho que ver la dirección de actores de Clayton, siempre exquisita). Quiebres como la conversación en la peluquería, el ataque de pánico, la pelea entre ella y su marido o ese plano de larga duración «marcha atrás» en el que el cigarrillo en la mano de Jo lleva hasta una fotografía suya en la casa de su segundo (ex)marido.

Esta no fue una película muy bien recibida, ya que la crítica inglesa parecía no poder soportar su modernidad: «Clayton inauguró todo el movimiento británico de regreso a las provincias con Room at the Top, y en The Pumpkin Eater sospecho que está mostrando la misma monstruosidad» llegaron a decir en la editorial además de acusarlo de querer copiar y trasladar el cine “europeo” (se lo comparaba despectivamente con Antonioni) a Gran Bretaña… En esta película se dan dos incidentes o conversaciones que despuntan y producen ese quiebre en la forma y la narrativa de una manera que descoloca y sorprende (a mí, particularmente me han parecido geniales con algún pero, aunque creo que volviendo a ver la película podré aclarar mis teorías al respecto…). Uno es la petición de ayuda de una mujer de mediana edad desesperadamente infeliz que ve la fotografía de Jo en una revista de moda y asume que su vida debe ser perfecta; y el otro es la visita que recibe Jo de un profeta vagabundo, «el nuevo rey de Israel»… Momentos de apertura a un mundo de dolor y tristeza que se produce cuando uno se siente sacudido y sufre demasiado. Y es que la película presenta una serie de capas emocionales muy impresionante; toda una escenografía de sentimientos escondidos, reprimidos etc. y de mentiras y pasiones que subyacen bajo un tipo de manta muy particular (que es el que se da en las altas sociedades, pero de manera muy visceral en muchas ocasiones). Jo es un personaje muy interesante, profundo y complejo y no solo por la novela en que se basa el film, sino porque Clayton produce una serie de sensaciones a partir de su forma que la hacen ser así. Su iluminación, sus diálogos y, sobre todo, su pericia confirmada a la hora de componer escenas a partir de movimientos de cámara y encuadres donde la altura y posición de los personajes importa. Jo tiene una inclinación casi instintiva a tener hijos y el dilema de llevar una vida así con un marido como el que tiene (que parecerá bueno, pero la engañará muchas veces) otorgará momentos de dolor increíble y otros de jovialidad pasmosa. Al margen de lo feminista (que lo hay) y aquello de que una mujer puede decidir qué hacer con su cuerpo (aunque no es “su cuerpo”) el hecho de proponer un elenco que está más o menos en contra de que ella siga concibiendo (por diferentes razones) resulta muy interesante de cara al debate del aborto, que luego se explora, uniéndose a una dramática situación de otro embarazo (esta vez, de la última amante de su marido… y es que la película tiene mucho de telenovela pero desde prismas formales únicos…) y también a una ausencia, un silencio, en la vida de Jo que se manifiesta a lo largo de todo el film. Su mirada, su rostro, lo dice absolutamente todo…

Con Our Mother’s House (1967) queda bastante claro que Jack Clayton es un gran director de actores. Y no solo por generar gestos y expresiones tan complejas y sencillas en los siete niños protagonistas del film, sino por saber construir narrativas entre generaciones, haciendo que la mirada infantil y la de los adultos se mezcle hasta llegar a puntos realmente geniales. Si pensamos en que, solo en los primeros minutos del film, ya se nos da una información crucial sobre todos los niños sin necesidad de rótulos o cartelas o narrador y que además se nos presenta la casa (otro personaje más), el detonante narrativo y las particularidades sociales y religiosas mediante un puñado de escenas excelentemente llevadas podremos fijarnos en que Clayton puede explayarse con soltura y hablar de forma inocente(mente inquietante) sobre sectas cristianas, modelos de conductas, fidelidad absoluta, injusticia, traiciones, lo sobrenatural, el trauma o la devoción.

Muchísimas cosas que se alumbran con una luz natural tétrica y tierna a partes iguales, demostrando con impresionante facilidad las diatribas de una familia que deberá hacer frente al día a día hasta llegar, paso a paso, a una revelación durísima que se traducirá en arrebato asesino… Y todo ello de manera orgánica, tan orgánica como los sentimientos de unos niños que acaban de perder a su madre y deberán madurar (pero sin dejar de ser niños, al fin y al cabo).

Para terminar, la última película de Clayton que vi este mes (he de decir que todas, menos Room at the Top, las vi felizmente con mi esposa) fue algo menos buena. Habiendo visto otras del director, Something Wicked This Way Comes (1983) puede parecer mediocre, no sin razones… Y es que, a pesar de que el cineasta no cuenta con sus escritores y, sobre todo, editores habituales, y que, obviamente se ajusta a los requerimientos de una película de encargo de la Disney (que, si bien tiene puntos interesantes, no destaca dentro de la filmografía del británico) no se aprecia lo que las anteriores películas de Clayton tenían. Es cierto que en un sentido de espacialidad y temporalidad narrativa, la película es un buen ejemplo de cuento para niños con encanto particular y mensaje. Metáforas visuales simples que recurren a la palabra para dejar las cosas claras y así lograr una ligera sensación de desasosiego (que es lo más interesante) aunque rápidamente se vea anulada (sería interesante ver esta película en sesión doble con The Funhouse de Hopper). Pero, en lo demás, nada destacable. Pero no mediocre.

28 días después

Entre medias de este ciclo improvisado decidí revisitar algunas películas de mi juventud como son 28 días después de Danny Boyle y su secuela, dirigida por Juan Carlos Fresnadillo (2002 y 2007 respectivamente). Siempre me ha interesado 28 días después, muy a pesar de los tics «videocliperos» de Boyle. ¿Una infección que da pie a una road movie sobre la supervivencia y la esperanza donde los infectados no son los peor que hay? No es nada nuevo; algo que ya aparecía en Romero, por ejemplo… pero aquí se lleva a un territorio muy de los 2000 (con toda esa grandiosidad silente: Londres vacío etc.) en el que la interpretación simbólica se adapta a mensajes cristianos a partir de una curiosa estética de la fealdad. Y no pretendo comparar a Romero con Boyle, ni mucho menos, porque los separa un inmenso mar formal y de concepto…

Para Boyle los infectados son la excusa para que el mundo vuelva rápidamente a ser el mismo y el virus funciona solo como herramienta para desvelar lo peor del ser humano. Ya desde las primeras imágenes reales que el simio ve en los monitores1, dando a entender que el mundo es un lugar violento de por sí, hasta el frenesí final en la base militar (donde los soldados son el ejemplo -simplón- de que el mal y la locura son inherente al ser humano) se propone la infección como la última consecuencia de lo que ya había… como si se tratase de elevar todo lo rabioso del hombre a la máxima potencia. El personaje de Jim pasa de ser alguien perdido en el silencio (un silencio que hubiera sido mejor si no hubiese un inciso musical cargante cada dos por tres…) a convertirse en un asesino; un mensajero del caos y también de la esperanza (para Selena, al menos) aunque sea demasiado ilógico (si hubiese muerto la película ganaría bastante). La posibilidad, que se convierte rápidamente en certeza, de que solo la isla británica está infectada es el detonante para que él se mimetice con toda esa rabia y haga la incursión final en la base en la que liberará al infectado que tienen atado para cargárselos a todos… 

Es una lástima que Boyle no sepa hacer balanza con sus ideas más o menos buenas y los tics de las grandes producciones de entonces, llegando a caer en la fórmula barata y en la mera referencia como juego cinematográfico, así como pasar de mostrar esos ojos rojos en primer plano a hacer que los infectados sean un recurso más… algo anecdótico (pero para anécdotas la segunda parte dirigida por Fresnadillo, que es muchísimo peor). Con todo, la película tiene sus más y sus menos (siendo sus menos muy llamativos). Se repite dos o tres veces que el virus se transmite por la sangre o la saliva y el padre se infecta por una gota de sangre que cae en su ojo… los momentos de tensión funcionan hasta que te das cuenta de que están construidos de una forma muy similar cada vez (a excepción de la trama de los soldados) y tienden a no dejar cabos sueltos en una película sin mucho interés narrativo… Y en esa situación de explicar cosas que dan bastante igual a la hora de formular la película, pero que, en tiempos de vagancia por parte de algunos espectadores y de los estudios, se intenta contextualizar demasiado es complicado apartar lo exclusivamente fantástico de lo verosímil… y es cargante porque nuestra percepción de la obra cambia y se centra en cosas que no tendrían que tener tanto peso. Pero me resulta más pesado todavía ver los planos-tópicos de Boyle enlazados con otros erráticos y con alguna idea, como digo, muy de videoclip (y no solo por el diseño de sonido). Ese fotograma congelado casi al final es que… joder, que puta mierda.

Está claro que 28 días después no es una gran película, pero tampoco una basura, como la mayoría de películas de los 2000-2010. En cambio ahora, a partir del fin de la década, parece que «casi» la totalidad de las películas comerciales y un buen puñado de las de festivales sí son basura. Lo cual hace que mire la de Boyle con otros ojos. Y es que cuando se mira, se suele hacer en perspectiva… Y es que en 28 semanas después, lo poco de bueno que tenía la de Boyle, Fresnadillo lo desguaza y hace una secuela en la que la progresión narrativa es puramente circunstancial y los personajes son más planos que los cuasi-estereotipos que pretenden ser… Una obra en la que el voyerismo gratuito se une a la tragedia familiar vil y que hace gala de una violencia desagradable por sin sentido. Muy decepcionante volver a ella, aunque tuviese sentimientos encontrados en su día. Recuerdo que la sensación al verla de muy crío fue intensa; llegado el momento del garaje me temblaban las piernas, pero era por la impresión que supuso el impulso sangriento y desconcertante de la cámara, que se mueve en absolutamente todos los planos provocando mareos… Y si toda la película hubiese sido desenfreno, pues bien, pero es que es muy básica a la hora de crear tensión… Ahora la veo aburridísima y después de la escena del helicóptero la he quitado… porque me parece que ya iba a llegar esa secuencia en los túneles estilo «Rec» que es horrible… Y es que pienso que,  cuando películas así intentan ser más verosímiles (en lo narrativo) pierden mucho. Todo el tema de una cura anula la salvación por fe , fraternidad y esperanza de la primera y se convierte en cliché. El tratamiento del padre como villano (¿inteligente?) destroza la incertidumbre que había en la de Boyle donde los soldados eran el verdadero enemigo terrible (y encima aquí se los santifica o se los convierte en chistes con patas de alguna manera). El mito (vago) de la una se convierte en básica película-de-estudio en la otra. Solo hay un sentido meramente anecdótico por predecible… lo que le importa a Fresnadillo no es la relación entre la gente que ha pasado un trauma y la ciudad vacía, sino la generación de otro conflicto manido a expensas de (más) explosiones, sangre y tiros…

Un director que trata la violencia de manera muy interesante sería Olaf Ittenbach, cineasta que descubrí recientemente y que resulta ser un director muy curioso que tan pronto puede hacer una obra maestra inclasificable como Premutos o películas mediocres como The Burning Moon (1992). No diré que no merece la pena tragarse una hora de intento de narrativa de terror para admirar los mejores efectos de Ittenbach en el infierno, tras la historia del cura satánico… Dejando de lado su habitual pseudoprofundidad de baratillo (que es lo más cargante de su cine así como lo más gracioso) es en esas secuencias absolutamente caóticas y genialmente desesperantes en las que el cineasta puede mostrar su dominio de lo macabro en torno a un gore/splatter/slasher acojonante. Pero solo hablamos del tramo final… el resto, deja mucho que desear. Me pasa algo similar con Prometheus Garden de Bruce Bickford (1987) que viene siendo un corto repetitivo, como suelen ser muchas películas que utilizan stop-motion. En ella se da un abusivo trato de la plasticidad dinámica, pero muy estática en cuanto a los movimientos externos. Lo que sucede con la animación de este tipo es que la cámara simplemente registra, sin ápice de movimiento, las pericias técnicas y todo se convierte rápidamente en una vorágine muy aburrida… Y es que una vez vistos los cortos de Allison Schulnik (que utilizan esa vorágine de la mejor manera posible y, creo yo, definitiva) todo lo demás resulta inútil. Y precisamente la repetición (mal utilizada) es uno de los mayores problemas de una película que llevaba tiempo queriendo ver y me ha decepcionado tremendamente. Es el caso de Exhausted de Kim Gok (2008). No entraré a comentar las derivas situacionales en lo relevante a los comportamientos de los personajes, porque no me parece que la película se preste a ello de manera sutil, o bien es demasiado difícil explicar por qué pasa todo como pasa si no se recurre al mero ensanchamiento de las escenas en pos de un efectismo contraproducente en lo relativo a la parsimonia y el estancamiento. Exhausted ha sido decepcionante, sí, y mucho. Es una película enamorada de su miseria y que se empeña en mostrarla como si la suciedad del súper 8 maltratado y vacuo exigiera un abrupto corte a negro con cada escena. Caprichosa y recalcitrante termina por ser aburrida y el poco interés que se conseguía formar acaba por ser una sombra entre las repetidas manifestaciones de que estamos ante una película-de-culto-obligada… Pretenciosa, claro. No hay más que contar los innumerables planos de chimeneas humeantes entre escenas para corroborar el desánimo formal de Kim Gok.

Pero no todo ha sido desesperanzador y ha habido grandes sorpresas en este mes de abril. Por ejemplo, y ya que hablábamos de repetición, tenemos el caso de la excepcional The Animal de Walter Ungerer (1976). Una película sorprendente y que debo revisar pronto, pues es algo así como si Werner Nekes hubiess hecho de Hynningen algo narrativo; también como si Rüdiger Neumann y el Benning de Landscape Suicide (en las partes no habladas) se uniesen bajo el abrigo del más misterioso y sólido paisaje, atendiendo a una presencia muy potente de la nieve y su fría quietud… The Animal es una película asombrosa, llena de contrapuntos difíciles de apreciar en su construcción progresiva de silencios abisales y premoniciones singulares. Una película en la que los personajes pasan de ser algo circunstancial en el paisaje a volverse algo crucial… para luego volver a esa circunstancialidad tan cotidianamente intrigante. ¿Quiénes son esos dos niños que no hablan? ¿Quién esa vieja que los llama como rugiendo? Nos parecía que era Paul es que estaba perdido tras una de esas recurrentes travesías de esquí pero, ¿dónde está Jo? Hay frases interesantes que, creo, arrojarán muchos datos en un segundo visionado… todas las conversaciones (que son pocas) deben ser estudiadas a fondo. Pero, de momento, me quedo con sus planos llenos de austera belleza y de un desasosiego único, capaz de hacer que ese paisaje nevado trascienda hasta cotas inimaginables.

The Animal

Otra gran película del mes ha sido, sin duda, Martin de George A. Romero (1977). En ella, el autor lleva el relato vampírico a la edad contemporánea, haciendo del mito algo (pos)moderno pero sin caer en banalidades. Con una melancolía progresiva que lleva a Martin a una crisis existencial al enamorarse, con una dirección y edición absolutamente magistrales y una cadencia en los movimientos prusiana… He recordado en varias ocasiones esa frase de Godard: «en mis películas no hay sangre, hay rojo». Aquí hay rojo, por encima de todo, pero también otros colores que tienen un tratamiento equivalente al de la formalización de una ficción que combina lo mejor del fatalismo aislacionista y lo mejor de la herencia católica en EEUU (equiparable a la de El exorcista III de Blatty). Una película muy especial, muy impactante si se va totalmente a ciegas (cosa que agradezco) y a su vez un ejemplo más de la artesanía de Romero. Escenas como la del tren al principio, la persecución final o la incursión en la casa de los amantes son ejemplos de acción tremenda a la vez que delicada y precisa. Y planos como los del rostro de Martin entre las flores (en sí todos sus primeros planos…), el del suicidio de su amante (y la reacción de Martin) o la escena de Cuda en el jardín son algo tremendo. Aunque para mí lo más llamativo sean las intersecciones en blanco y negro (ahí hay algo demasiado precioso). Y siendo un blanco y negro totalmente distinto al de Fingered de Richard Kern (1986), un film que no puedo dejar de admirar aunque me repugne.

Había visto un puñado de cortos de Richard Kern y me parecieron algo muy vulgar y casi prescindible. Pero también había visto un fotograma de Fingered y bueno… me llamaba tanto la atención que tenía que verla. Esta película es el abismo, es la radicalidad más desnuda, cruda y directa que se pueda encontrar. Una vorágine de autodestrucción que destruye a su vez todo lo exterior para terminar de forma genialmente abrupta, tal como empezó. Brutal, sin más. De las pocas, poquísimas películas que me han tenido perplejo durante todo el metraje debido a su sinceridad (sin entrar en moralismos, regodeos, exageraciones o romanticismos…). Lo único que quizá me chirríe sea el primer plano del hombre al que asesina el novio de Lydia Lunch… sin eso, que es signo de exhibicionismo, hubiese sido una película perfecta. De ese tipo de obras audiovisuales que tienen un cariz singular por el hecho de mostrar la violencia de forma tan descarnada, pero sin caer en lo morboso. Algo que solo sucede con un puñado de películas «malditas», entre ellas: Black Metal Veins de Lucifer Valentine (2012)

Black Metal Veins

La primera vez que vi Black Metal Veins fue en mayo de 2018. Es la película que más me ha impactado en mi vida. Hoy la he vuelto a ver (quizá por última vez), apreciándola de otra forma, pues ya sabía a lo que me enfrentaba (aunque no me acordaba de todo). Esta película, al margen de ser lo mejor que ha hecho Valentine de lejos, es, a mi parecer, el pico (absoluto y definitivo) del documento fílmico acerca de las drogas. Es algo insólito, no solo por lo que muestra, sino por la combinación concreta, poderosa y extremadamente apropiada de imágenes y palabras que trabajan las cosas materiales concretas y las ideas acerca de ellas al mismo tiempo, sin parar y generando una narrativa única en torno a una serie de personas que son nadie y los sujetos más importantes de tu vida en el momento en que se ve la cinta. Sobre todo Brad y Raven.

Lucifer Valentine graba conversaciones y entrevistas mientras, en ese apartamento donde la luz llega de manera que solo el vídeo puede capturar (luz muerta, inerte), unos cuantos individuos se meten heroína y crack sin respiro. Su cámara registra sus movimientos sin dejar ni un gramo de decadencia y convierte el material en una vorágine de dolor, pena, angustia, depresión y asco a través de un montaje entre frenético y sosegado (increíblemente solvente). Todas las personas a las que Valentine entrevista tienen algún tipo de trauma y particularmente los drogadictos lo tienen con sus padres (ya sea por ausencia, por abuso u otras cosas relacionadas). Su día a día es estar colocados y, durante el proceso de grabación, se puede observar al decadencia de sus cuerpos y, por tanto, de sí mismos. La idea materialista de “yo soy mi cuerpo” tiene su demostración y su cénit en Black Metal Veins así como se demuestra que solo el cine (la imagen en movimiento, la imagen a través del tiempo) puede recoger los cambios de y en la vida hasta la muerte… No son pocas las escenas en las que se ve como alguien sufre una sobredosis y existe una clara incertidumbre acerca de si esas personas han muerto o no delante de la cámara. Al margen de que luego se aclare, el momento en que se presencia esto a través de la lente ajena (la lente de alguien que se mete donde los demás no podemos ni queremos) es indescriptible. Es un sentimiento de miedo impresionante. De miedo y sorpresa, de auténtica parálisis emocional que no hace más que coronar otras sufridas debido a momentos variados de la película. 

La herencia de Varg Vikernes y Euronymous y del black metal como pseudofilosofía del caos (existencialismo suicida) se manifiesta aquí en las propias carnes de los no actores que vemos, obviando la recreación y dándonos una dosis de realidad sin adjetivos que puedan hacerle justicia. La filosofía opera in situ de manera acorde con la vida y no de forma intelectual ni metafísica. El aquí y el ahora es crucial y Black Metal Veins es un gran ejemplo (de los mejores ejemplos) de cine inemdiato, en el sentido más profundo de la palabra. Es como la “muerte trabajando” pero de verdad, fehacientemente probado a partir del dispositivo y de la putrefacción, los folículos y la piel colgante; de los dientes machacados y la mirada perdida; de los balbuceos y los vómitos… Terminar de verla es algo así como salir de una enfermedad física. Algo como recuperarse de un mareo grave o intentar buscar soluciones a cosas que parecen no tenerlas. La desesperación unida a la desesperanza (sobre todo con cada vez que se incide en la relación padres/hijos) y también a la certeza de que algunas imágenes representan lo tangible de forma brutal. Decía Didi-Huberman a propósito de las fotos de Auschwitz que eran una especie de decepción, pues la imaginación siempre es más poderosa (más grandilocuente y enaltecida de los hechos) que la realidad de una foto. Llevaba razón, no lo niego, “no es lo mismo ver una foto de cuatro cadáveres cuando, por los datos que sabemos, había miles”, pero depende de la sensibilidad y del enfoque. Las fotos de Auschwitz estaban tomadas en secreto, mientras que Balck Metal Veins se permite el «lujo» de ahondar en primera persona en la cuestión visual. Y es que el cine tiene más poder porque es más real, porque funciona en el tiempo y no da pie a elucubrar tanto… porque es tan real (y tan mentira) que puede crear sentimientos añadidos a los que habría de no existir un montaje o un inciso musical o la palabra hablada o un zoom. Lo contrario a Chaos de David DeFalco, aunque partan de una base similar (y no creo que vuelva a verla nunca, pues las secuelas que deja son graves2).

Dos películas de terror de la mano de Kiyoshi Kurosawa como son Séance (2000) y Loft (2005). Ambas son grandes ejemplos de la evolución del japonés y de sus derivas, a veces mejores, a veces peores. En Séance hay una frase de Junko (una de los protagonistas) que reza algo así: «a los médiums no nos toman en serio». La película de Kurosawa se puede entender como una completa vuelta de tuerca que hace honor a esa frase. Junko es una médium que no puede comunicarse con los fantasmas, al igual que Sato, su marido, es un sonidista que no puede distinguir las psicofonías (para él solo son fallos en la grabación). La materia de la creencia opera de formas siniestras pero clarividentes en Séance, ofreciendo un original vuelco a la narrativa de espectros y sesiones de espiritismo. A pesar de lo inverosímil de la escena en la que la niña secuestrada se mete en la caja (¿acaso no es ahí donde guarda Sato su equipo? ¿es que no nota el peso?) hay en todo el entramado del secuestro algo que conduce (no muy hábilmente, todo sea dicho) a esa diatriba que se sentencia en la frase sobre creer o no en el infierno para que exista. Sato pasará a ser médium, con la misma impotencia que su mujer, al asesinar a la niña y cargar con el remordimiento. Sus apariciones serán sinónimo de la culpa y el pecado y el hombre llegará a entender, de manera curiosa, las psicofonías… Y Junko seguirá haciendo el paripé hasta que se descubra (en ese final abierto, pero no) lo que ha pasado realmente, optando por abandonar esa gran empatía (demasiada empatía) que la caracterizaba al principio del film.

Séance no es tanto una película sobre fantasmas como sobre el remordimiento y el engaño, las ansias de reconocimiento y el miedo a según qué cosas en soledad. A pesar de que Junko no pueda tener un trabajo normal y se quede en casa, los espectros irán a buscarla (en parte porque ella obra mal al no avisar a la policía de que la niña ha aparecido en la caja de su marido). Y entonces ambos urdirán una trama para dar credibilidad a la mujer… aunque todo se verá truncado debido a los acontecimientos. Sato volverá a su trabajo en la sala de mezclas, pero el fantasma de la niña lo marcará y no podrá escapar de su propia conciencia. Kurosawa utilizará, como siempre, la luminosidad en las ventanas y en los cuartos de manera magistral para generar una atmósfera única en el cine de terror; pero aquí, será capital y sobresaliente el diseño de sonido, que adoptará unas cadencias únicas a través de los espacios, generando sensaciones indescriptibles… Algo que no sucede tanto con Loft. Y la verdad es que no me explico como Kurosawa puede tener escenas dirigidas con tanta maestría y otras tan «comunes», tan llenas de planos inútiles que rompen encanto y lastran todo lo demás. Loft es, de las que he visto, su película con peor edición y puede que esto se acreciente al tratar de (sobre)llevar varios géneros en un solo film que utiliza trucos baratos y clichés para hacer de sus breves momentos geniales algo destacable. No sé, pero me parece un tanto tramposo y el desarrollo mismo de la cinta demuestra que Kurosawa está intentando conectar tramas y movimientos mediante escenas y personajes que tienen mucha menos fuerza de la que deberían. El caso es que al proponer mucho, siempre se puede sacar algo… pero es inevitable ver los fallos que conllevan sobrecarga de “experimentación” y acaban por provocar un derramamiento de todo el metraje, debido a rumbos tomados de manera equívoca (y equivocada) en pos de una narrativa circular que se hace bastante obtusa, sin mencionar lo ridículo del final que es la guinda a una sucesión de altibajos, de desajustes y problemas (menores y mayores), reflejo quizá de querer revolucionar demasiado su estilo. A estos efectos, prefiero ver cómo Zack Snyder sigue desarrollándose como autor «libre» (en la medida en la que Netflix deja ser libre, claro). En Rebel Moon (parte 2): la guerrera que deja marcas hay un desfase con respecto a su antecesora, pero también un afianzamiento de las bases estilísticas. Los detalles son importantes y ya desde el principio tenemos esos cables conectados al cuerpo de Noble que introducen y sacan fluidos (rojos y azules respectivamente). Puede parecer algo banal, pero yo me suelo fijar en estas cosas para apreciar películas que, en el apartado narrativo me interesan menos. Es en la materia visual donde Snyder consigue crear algo único, en esa mezcla de esencias que hacen de sus universos algo singular y muy distinto de todo lo que denominamos “cine comercial”. Es como si trascendiera los productos progres que introducen estereotipos raciales, sexuales etc. y también las pocas películas que no conceden (casi) nada al ideario liberal, pero que se olvidan de crear una épica fuera de la realidad contemporánea. Al margen de los agujeros de guion, las fallas en un montaje en ocasiones inconexo (seguramente editado por Netflix, conociendo que Snyder suele sacar luego sus propias versiones), los tópicos de géneros y una historia de amor ridícula, Rebel Moon (parte 2) tiene ese algo que hace que espere siempre con ganas una película de Snyder. El aparato mítico-poético que aúna diferentes estratos en torno a algo mucho mayor que se expresa mediante figuras icónicas es loable y muy interesante. Escenas como el canto de Titus antes de la batalla, los trabajos de los agricultores, el asesinato del rey (la mejor escena, a mi parecer: es interesante ver como la música diegética conduce la dramaturgia del momento) o la aparición de James en batalla son algo realmente extraordinario dentro del cine mainstream de hoy (aunque solo “algo más”, menos destacable, dentro del cine de Snyder). Apuntando al futuro, me inclino por pensar que Sam es la princesa Issa (volviendo a ver la escena de su conversación con James en la primera, que se recuerda a modo de diálogo entre el robot y Kora, me parece obvio) y que esta saga no solamente va de unos rebeldes contra el imperio, sino de una restauración monárquica que devuelva la espiritualidad al mismo por medio de la revolución. Algo insólito en el cine useño (no en el anglosajón), que tiene toda la pinta de no llegar a buen puerto debido a la recaudación y las pésimas críticas…

En su día también fueron malas las críticas para Flesh de Paul Morrissey, pero a mi me ha parecido una de las películas más bonitas de eso que llamaron «New American Cinema». La influencia de Warhol es notable. Ya desde el primer plano de Dallesandro durmiendo, que recuerda inevitablemente a Sleep. Pero Morrissey supo trascender la mera experimentación duracional y proporcionar una construcción que debería ser de manual para cualquier cineasta que se pregunte como filmar cuerpos. Aquello de lo que las películas calificadas hoy como «queer» carecen, Flesh lo tiene de sobra. Si en la mayoría de títulos actuales no se para de verbalizar la sexualidad, mostrando el disfraz o la ambigüedad como algo normal (desde ese prisma aburrido y buenista que ya es norma) y aludiendo al género, el alma, el espíritu y demás estupideces metafísicas y abstractas, aquí se procede a hacer un registro de los cuerpos (masculinos, concretamente) de una manera impresionante dejando que la sensualidad de paso a la inocencia, también a cierto tipo único de divinidad y a la adoración… pero sobre todo a la belleza. Belleza desnuda y no solo hablando en términos de desnudez física, sino también de una forma de mirar alejada de cualquier psico-sociologismo (mirada de los escultores clásicos). Los cortes de Morrissey son de esos que la mayoría de cineastas temen: concisos, tajantes y sensibles. Unos cortes que proporcionan esa salida de la obnubilación proporcionada por un registro totalmente hipnótico de los rostros y la carne. Nada es “normal” (porque no hay vocación de conciencia y porque no interesa hacer un retrato social de un chapero) y sin embargo todo parece tan de verdad… tan tangible. Lo que hay aquí es, si se quiere, una manifestación clásica de una conducta marginada que aparece como algo tremendamente natural y fascinante al mismo tiempo. Las conversaciones, como en el cine de Stephen Dwoskin, se trasladan al terreno de la música mientras se observa a unas figuras moverse en los límites del cuadro, pero no siempre respetándolos. Hay una inclinación sutil al encuadre que corta cabezas y se deja poco espacio fuera de la piel y el músculo. Incluso cuando hay dos personas en el plano, Morrissey opta por encuadrar de esta manera, anteponiendo esa carne que tanto le interesa (no por nada era católico) a todo. Lo grande de Flesh se encuentra en su fisicidad, en su manera de hacer que la luz se refleje en los cuerpos y así generar un continuo ejemplo maravilloso de cómo sí hacer cine “experimental” (o cine en general).

La experimentación de Tim Kincaid en Breeders también es digna de reconocimiento. Se nota que era un director de cine porno, pues la suya es como una película X pero en la que, cada vez que una chica se desnuda, un alienígena evita que se consume una escena de sexo… o algo así. Es como si la creación de contenido erótico se pusiese bajo un foco de experimentación en el que el terror viene dado por un anti-climax muy interesante. Un contrapunto a las escenas típicas de una peli porno que, mediando efectos visuales propios de la serie B, se obstaculizan para generar una trama que se sale de un género a otro. Es la sensualidad mezclada con el disgusto y el shock, donde cinco scream-queens vírgenes son víctimas de un bicho que las rapta de manera psico-corporal para llevarlas al subsuelo y allí hacer que incuben su progenie. Las escenas del doctor transformándose en alien mediante un juego fácil pero efectivo de planos contraplanos mientras las chicas se bañan en una sustancia líquida y pegajosa dicen más del body-horror que muchas películas de Cronenberg, porque aquí se abarca de manera directa el tema de la sensualidad implícita en muchos de los movimientos y protésicos, a partir de un registro de los desnudos propio del cine pornográfico… pero sin llegar a lo explícito, ni siquiera a su insinuación. Todo lo que conllevan las escenas en las que las mujeres se desnudan no tienen que ver con lo sexual y se propone un juego de miradas tan mordaz como inteligente (a pesar de que las actuaciones sean malas, de los kitsch etc.) que conduce a un final muy bueno, en el que se sentencia el trauma de la primera vez desde un punto de vista radical en su desolación pesadillesca.

Para finalizar, dejo algunos escritos sobre tres películas más:

The Song of Triumphant Love (Pieśń triumfującej miłości, Andrzej Zulawksi, 1969)

Parece que Zulawski ya apuntaba maneras desde sus inicios. Su cine es muy reconocible a pesar de su amorfismo. Aquí están presentes la mayoría de componentes de su estilo, aunque no tan exaltados o exagerados. Si pensamos que la diferencia entre forma y estilo es que la primera se puede analizar y el segundo es cuestión de gustos, yo afirmaría que el de Zulaski es un cine que tiene interés estilístico, más allá de que pueda gustarnos más o menos. Yo tengo mis reservas (de todas las películas suyas que he visto solo me ha parecido buena Diabel y quizá es porque fue la primera y debería darle una revisión…) y me parece que el polaco se excede en su estilización (habitualmente en los inicios y de todas todas en sus últimos trabajos). Hay algo entre vehemente y volátil, al margen del obvio descontrol que a veces se hace obtuso y repelente, tendiendo su grandilocuencia hacia territorios entre lo ridículo y lo exagerado, acabando por ser una pasada de rosca en su propio relamismo. Aquí lo hay, aunque quizá no se note tanto. Será porque es inevitable darse cuenta si se han visto otros de sus trabajos.

Conan el bárbaro de John Milius (1982)

Una de las más importantes del cine ochentero de “espada y brujería”, pero solo porque es algo menos mala que las demás… Entre la casi nulidad de ideas formales interesantes se asoma alguna que otra imagen bien encuadrada y un sentido de la épica que, aunque simple, hace honor a la idea del bárbaro contra la civilización y la venganza de un hombre libre… pero poco más. Hay cosas que se agradecen y otras que son muy aburridas. Los músculos frente a la dirección de actores; la extraña compensación de narratividad grotesca (con arcos obtusos) con momentos de gracilidad monumental (típicos del blockbuster del momento, para qué mentir). Pero el director no es nada del otro mundo… De poco valen las recreaciones fieles, los vestuarios o la parafernalia si no hay una estructura formal mínimamente sugerente que las conjugue… Es mucho mejor un peplum de Cozzi, aunque pueda parecer más ridículo.

The Signalman de Lawrence Gordon Clark (1976)

Como todas las “historias de terror de la BBC”, The Signalman es una de esas joyas del cine hecho para la televisión, y como todas las películas de Lawrence Gordon Clark, The Signalman es una estupenda obra de fuerza arrolladora que fija detalles e imágenes construyendo una tensión sin igual a partir de esa tradición anglosajona que tiende a llevar lo sobrenatural a un terreno existencial, dando rodeos macabros y consumiendo a los hombres incapaces de darse cuenta de que seguir las señales es, o bien algo a evitar, o bien algo crucial.

—Este mes también revisité una de mis películas favoritas, El huevo del ángel de Mamoru Oshii, de la cual no escribí nada nuevo porque me dejó, de nuevo, sin palabras… No obstante aquí hay un viejo texto por si quieren leerlo—.

  1. Ese inicio en el laboratorio no me funciona porque le quita mucho misterio a todo el film. Hubiera sido mejor idea empezar con Jim despertando en la ciudad desierta, generando más tensión y desasosiego… pero Boyle prefiere dejar clara la causa, al margen de que sea algo estúpido, porque no se fía de que el que vaya a ver su película sea alguien dispuesto a fantasear o a impresionarse… no, él solamente parece querer asustar de manera banal y típica, anulando cualquier misterio. ↩︎
  2. De hecho, tan solo he vuelto a ver Black Metal Veins debido a que va a ser una de las películas eje de mi TFG. La verdad es que la experiencia ha vuelto a ser demoledora y no deseo volver a pasar por ella… no ha lugar, vaya. ↩︎

2 comentarios sobre “—cinediario—

    1. ¡Gracias por leerme, Jesús! Como digo, no creo que los problemas sean de guion (soy de los que piensan que el director tiene la tarea de elaborar una forma adecuada para la película), aunque sí me parece que hay cosas que se quieren desarrollar (por demanda de un público concreto) y no se llega… si quieres explicarme alguna cosita o algún pormenor, será bienvenido.

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