—cinediario—

Este mes he finalizado mi trabajo de fin de grado, que versa sobra la relación entre el cine y la drogadicción, trayendo a colación cuatro películas como son En el cuarto de Vanda de Pedro Costa, White Noise de Antoine d’Agata, Field Niggas de Khalik Allah y Black Metal Veins de Lucifer Valentine. Pronto lo publicaré aquí. Pero, pasando a la recapitulación mensual habitual, diremos que este mes también ha sido algo escaso en cuanto al número de películas (debido a varios factores como el trabajo, el estudio etc.), y es que estoy empezando a perder el hábito de ver más de una película al día… En fin, un total de treinta y cinco (contando, como siempre, cortometrajes) entre las que cabe destacar: Prokletí domu Hajnů de Jiří Svoboda (1989), The Cat of the Worm’s Green Realm de Stan Brakhage (1997), Dhrupad de Mani Kaul (1983), Zoo Zéro de Alain Fleischer (1979), Aggro Dr1ft de Harmony Korine (2023), Ned Rifle de Hal Hartley (2014) y la primera temporada del anime Frieren: tras finalizar el viaje. Aunque lo más estimulante del mes ha sido volver a ver algunas películas de Sokurov, debido a mi próxima clase/lectura en el curso (R)evoluciones audiovisuales.

Aggro Dr1ft

Mi comentario de Aggro Dr1ft puede leerse aquí y he de decir que todavía pienso en algunas escenas de Frieren. Y es curioso, puesto que este mes también he visto otro anime (Sonny Boy), del cual había leído maravillas, pero que ha resultado ser algo «decepcionante», teniendo en cuenta una serie de factores. Y que no se me malinterprete, pues Sonny Boy es un buen anime, que propone una lectura original del manido trauma adolescente de la no-pertenencia que se trata tanto en Japón. La dinámica abstracta que se va abriendo demasiado como para cerrarse en su todo no quiere decir que sea incomprensible. Cada capítulo es una manera diferente de ver el mundo en el que se encuentran, teniendo que seguir ciertas reglas, para decidir luego a donde ir… Lo que pasa es que, aunque a la mitad de la serie se de un giro en el que los chavales del colegio ya no seguirán intentando responder a preguntas lógicas y se de (más o menos) rienda suelta a transitar algo personal mediante la inmensidad, el hacer que lo volátil todavía esté sujeto a determinados aspectos (el protagonista, la meta, el destino…) hace que la obra se vea lastrada. No sé, quizá esta sensación de evasión de una plenitud que sin duda podría haberse dado venga dada porque ya he visto Neon Genesis: EvangelionSerial Experiments: LainErgo Proxy o Puella Magi Madoka Magica… Sonny Boy es repetir una experiencia así, pero sin ser ya lo mismo. El hecho de ahondar en la problemática de personajes a través de mundos infinitos, teorías de la relatividad, capítulos «auto conclusivos”» y demás sabe a poco cuando se han visto otras series que lo hacen mejor y son más sólidas en cuanto a su forma y formulación. No digo que Sonny Boy no lo sea, pero no tanto. Me pasa lo mismo que con Mind Game o el compendio Monogatari… Demasiado propensa al espectáculo sonoro y visual porque sí, demasiada pulsión emotiva que se da en evasivas escenas… Me ha parecido muy interesante, no lo niego, pero es de esos animes que es carne de una adaptación de Nolan en acción real; un truco que sabe que su “desbordante imaginación” juega en contra de una solidez profunda. Pasa algo muy distinto con Frieren… en ella, el personaje más importante de la serie muere en el primer capítulo. El héroe Himmel, que se desarrolla a través de los recuerdos de la elfa Frieren, vivió su vida ayudando a los demás en las pequeñas cosas de la cotidianidad además de en las grandes gestas. Su vida no fue más que un instante en la longevidad inmortal de Fieren y, sin embargo, es la persona que le enseñó (en vida y en recuerdo) a preocuparse por amar la vida y aprender de los demás… Así como aprendió que la magia y la aventura es algo divertido y lleno de posibilidades más allá de un objetivo claro. 

Frieren es el mejor shonen de aventuras que veo desde Fullmetal Alchemist: Brotherhood, sin ninguna duda. Es algo extraordinario y extraño dentro de la fantasía contemporánea pues, aunque bebe de los cuentos de hadas clásicos, de Tolkien, de Leguin, del cristianismo etc. se centra en la vinculación de personajes y su conexión pasado/presente al tiempo que avanza la trama y los arcos. Si bien los primeros episodios son los que contienen más melancolía y reflexión, en cuanto la elfa vuelva a recomponer casi sin quererlo el grupo de héroes tras la muerte de dos de sus ancianos compañeros se podrán apreciar en cada uno de los siguientes pequeños ápices de ternura que servirán para endurecer la personalidad y ambiente propios del anime. Algo así como un círculo que se abre para cerrarse, la serie y su sistema de magia combinan elementos científicos con ilusiones, memorias y la brevedad del día a día. Caminos que se cruzan con otros para llegar a tramas más grandes, siempre contemplando una ampliación a todos los niveles muy propio de los shonen de toda la vida, pero incidiendo en la construcción de personajes de una forma increíblemente solvente (que comprobaremos si sigue a la altura en las siguientes temporadas, pues el elenco se amplía bastante). La magia en Frieren se entiende como algo maravilloso que puede crear flores de la nada o como un arma de batalla. Los incontables años de vida de la elfa la llevarán a un territorio en el que dominará una de las dos partes, necesitando siempre de compañeros que la ayuden y cuiden. El sentido último de la marcha hacia el lugar donde viven las almas puede que sea una confirmación de que cada persona que se ha conocido te recuerda por haber cambiado algo en su vida. En esta genial primera temporada (que cubre tres arcos del manga) tan solo se empieza a atisbar todo el potencial que tiene, tanto como shonen actual y como obra profunda y carismática. Quizá Sonny Boy sea una obra mejor que Frieren, pero me ha resultado mucho más interesante ver la adaptación de la elfa a los nuevos viajes que el interesante concepto de adolescencia/imaginación que maneja el primer anime.

Algo que vengo haciendo últimamente es revisitar películas de los 2000 (de mi infancia y adolescencia) que, por un motivo u otro, me interesaban sobremanera en esos tiempos. Algunas se ofrecen a nuevas lecturas y otras se caen por el precipicio… El caso de la saga «Destino final» es un buen ejemplo. Siendo que la primera película era la más interesante por aquella época, lo cierto es que no la recordaba así. La primera media hora es fantástica en términos de aproximación de emociones a instantes dotados de suspense y parecería una gran película de no ser por lo estúpidamente que se desarrolla después. Esta “reinvención” de los valores protestantes que dan a luz a los EEUU (predestinación, «gran plan», imposibilidad de salvación por las obras etc.) termina siendo una broma, una parodia de sí misma que dará lugar a multitud de secuelas (a cual peor) y es una lástima porque la atmósfera que se consigue al principio apuntaba alto… al menos dentro del cine comercial de terror para adolescentes. El trauma se sustituye por el chascarrillo y lo que había de obsesión seria se torna fetichismo barato. Y de ahí, progresivamente, hasta el final más horrible. Las demás películas de la saga son una progresiva idiotez que incluyen muertes y «accidentes» cada vez más gráficos y macabros, perdiendo todo atisbo de humanidad y reduciendo las escenas a momentos de cortar y pegar que igual daría que estuviesen en una o en otra. Aburrimiento y desidia, más bien: eso que llaman «diversión»… Aunque intenté ver la segunda, sentía que estaba perdiendo tanto el tiempo que la quité y entonces me di cuenta de que el resto (revisando algunas escenas principales) iban de mal en peor… Así que, ¿para qué seguir?

Antes de pasar a hablar de otras dos películas que he vuelto a ver después de mucho tiempo, he de decir que hay cosas peores que los productos en cadena de Hollywood, como algunas cintas de «arte y ensayo» (término que usan los intelectuales para referirse a ciertas películas) como Nuit noire de Olivier Smolders (2005). A veces pasa que se tienen muchas ganas de ver algo por quizás una idea preestablecida de lo que puede ser en base a un póster, una imagen o una recomendación. En mi caso con esta película, único largometraje de Smolders, ha sido una conjunción de la primera y la última. El póster es algo en lo que me baso mucho para decidir qué películas ver y qué no desde que tengo lb, y en ocasiones (no pocas) suele fallar… pero no es suficiente y de ser por guiarme únicamente por esto, posters que me parecen menos llamativos harían que me perdiese grandes películas. Por eso me fijo también en las puntuaciones/críticas de aquellos a los que sigo para decantarme o no por una cosa o por otra. Así lo he hecho con esta cosa de Smolders y bueno… he de decir que debería haber tenido también la imagen previa. Aunque puede que me engañase, pues algún plano que podría parecer interesante aislado hay. Pero, lejos de lo que es el conjunto (y lo digo solo por intuición, pues no he acabado de verla), esta película ha resultado ser una decepción y además de las grandes. No solo por fea (su estética, en ocasiones, parece una mezcla entre algo de Jean-Pierre Jeunet y Tim Burton), sino por errática y asquerosa en términos formales-visuales. Digamos que su concepción de la imagen es algo parecido a una pared con humedades… algo que tiene un filtro cantoso que convierte la imagen en algo más sucio de lo que podría ser y además incluye un cierto esquematismo «embellecedor» que opera, al menos para mí, completamente al revés. Es la maldición de los cineastas que quieren hacer de su película algo fijo, una especie de pintura acuosa con los medios más equivocados para fines elevados, que convierte todo lo sutil en pretencioso y todo lo misterioso en vergonzante. Forzado, dirían algunos, otros dirían cantoso. Yo tan solo agregaré que no he visto una luna tan fea en ninguna otra película.

Sam Raimi siempre ha sido un director que me ha interesado, aunque su última película deje muchísimo que desear. En lo que al «cine de superhéroes» se refiere, su trilogía de «Spider-man» se mantiene como uno de los mejores ejemplos de cómo construir un tipo de película que sostenga lo imposible desde el lado más cotidiano y humano posible. En Spider-man (2002) Raimi coge el personaje de la Marvel en pleno apogeo del cine de superhéroes para centrarse en los problemas de dualidades (bien/mal, contar un secreto/no hacerlo, responsabilidad/libertinaje…) al hacer de lo poderes de Parker algo tan importante como para definir qué clase de hombre será cuando pase la adolescencia. Él decide convertirse en héroe vigilante debido a dos factores/personas que se contraponen. La primera es su amor platónico Mary Jane que lo empujará a prostituir sus habilidades en un torneo de lucha libre para ganar dinero. Esto se verá truncado pues lo timarán y su deseo de venganza lo llevará a omitir un acto de justicia al dejar escapar al ladrón que roba al timador. Su primera no-acción conllevará una reacción en cadena y su tío Ben (que es como su figura paterna) morirá a manos del mismo ladrón. Entonces Parker dejará de usar sus poderes pues lo corroerá la culpa… Tras su graduación (representación del paso de la adolescencia al mundo adulto, conllevando la mudanza del hogar a un apartamentucho, la búsqueda de trabajo etc.) Parker recordará a su tío y decidirá convertirse en héroe (nuevo traje, dibujado, que saca del cajón tras mucho tiempo). Raimi aprovechará alguna escena para compatibilizar el formato cómic con la pantalla y el movimiento en el montaje (aunque sin llegar a lo que hizo Ang Lee en Hulk). Pero su mayor punto fuerte será construir momentos de emoción potentes a partir de la construcción de planos/contraplanos de rostros y, sorprendentemente, frases bastante ñoñas. Es raro, pero la forma de Raimi consigue hacer de momentos que deberían ser ridículos y simplones algo extraordinario. La conversación de Peter y MJ en el hospital, la muerte del tío Ben, las conversaciones de Osborn con Parker mientras Harry se siente menospreciado… hay una humanidad muy presente a pesar de ser un producto diseñado para costar mucho y ganar más. Sea como fuere, esta es una película sobre relaciones familiares y de amistad que se ven desbaratadas debido a una circunstancia misteriosa y secreta (el papel del superhéroe es secundario, y lo será más en la segunda parte). Parker decide no mostrar sus habilidades y “esconderse” tras una máscara para proteger a los suyos y el Duende Verde será el diablo que lo tentará para elegir el camino del mal. Todos los momentos que conforman la vida de Parker lo inclinarán al lado correcto en la balanza y, por inverosímiles o raras que parezcan las escenas en las que se enfrenta a los villanos (el ladrón y el duende) la certeza de que Spider-man no mata es algo clave en la construcción dramática de la película. Spider-man no deja de ser un niño con privilegios y dudas, un hombre que sabe que debe rechazar una vida de amor y mentiras para conservar la amistad y poder ayudar sin costes ajenos. Es algo que se seguirá explorando de manera más interesante en la segunda parte y menos en la tercera. 

Raimi, que venía del terror —y es algo que se aprecia en varias escenas, con sus característicos planos de medio segundo de (aquí) arañas y calaveras— consigue elaborar un film de orígenes (quizá el mejor) lleno de épica y emoción llevando los (ahora) tópicos a un nivel tan delicado como poderoso (la música de Elfman y las interpretaciones de cada actor son también clave). Y Raimi también presenta una película optimista (con sus oscuridades) con mucho de mito donde las «fake news» chocan con la realidad de los hechos. Cada escena en la que Spider-man salva a alguien es muy interesante a nivel formal y será casi al final, cuando las gentes de Nueva York lo ayuden a él (“si te metes con uno, te metes con todos” es el único alegato pos-11-S), que el Duende será vencido; pues el Spider-man de Raimi siempre está conectado a la ciudad, ya sea a través de las personas o a través de esos icónicos planos que lo muestran balanceándose entre los rascacielos, que es su medio para vencer a los malos e intentar prosperar (recordemos que su tío se queda desempleado con 68 años, Mary Jane trabaja de camarera y Peter saca una miseria con fotazas de Spider-man).

En Spider-man 2 (2004), El trauma de la muerte del padre se une a la crisis de doble persona (que no existencial) dentro del personaje de Peter Parker. Los lazos familiares y de amistad se amplían con la diatriba del amor unido al deber. Un deber que no está escrito, pero no por ello sujeto a decisiones personalistas. Parker cuelga el traje tras una serie de infortunios que lo llevan a un límite en el que la duda lo aflige tanto que incluso comienza a perder sus poderes. En su cuerpo se manifiesta su conciencia como un “aviso” o “consecuencia” física que lo llevará a perder la fe en su causa… Pero, poco a poco, cuando vea que sin él la ciudad vertical de Nueva York se sume de nuevo en el caos criminal, volverá a coger las riendas de su sino y ser el héroe que debe ser. La escena clave de esta decisión final será en la que veremos a Parker entrar en una casa en llamas para salvar a una chiquilla del fuego, sufriendo con cada golpe y cada paso. Esa escena representa dos cosas: lo difícil que le es a Parker hacer el bien sin poderes y su ímpetu por ayudar a los demás pase lo que pase. Ahí se dará cuenta de lo duro que es y del privilegio que supone su don, el cual abrazará para frenar a un villano nuevo. Parker vencerá, sin embargo, a Otto Octavius utilizando ambas personalidades; el héroe y el hombre. Haciéndole entender su error por medio del recuerdo de un momento compartido y a la vez peleando con él de igual a igual. Ocpotus es un villano que funciona como ejemplo de “planificador” que se retira a la soledad a construir su máquina maligna. Es la manera que tiene Raimi para expresar un cataclismo de nivel superior al anterior (Duende Verde) pues ya no es solo la locura, sino también la inteligencia prodigiosa del villano a la que se debe vencer. Y al hacerlo habrá un quiebre en el personaje de Octavius, debatido entre la amnesia y el descontrol, que se redimirá (“no moriré como un monstruo”, dice). Tras su muerte veremos a Harry Osborn hacer precisamente lo contrario: descubrirá el alter-ego de su padre y su escondite para ser el próximo Duende, el próximo monstruo —la última escena en la que aparece Harry es en la boda de Mary Jane, mostrando una pajarita verde, como símbolo de su nuevo papel en la historia—. Por su parte, Mary Jane se debatirá entre los misterios de Peter y su noviazgo con un astronauta, pues Parker le dijo que no podía amarla. Luego, al renunciar Peter a su papel como Spiderman, ella verá que lo ama, de nuevo, en una escena que remite a la primera cinta (como aquella en la que ella y Peter se encuentran mientras él tira la basura). La escena en cuestión la mostrará a ella y a su prometido (el astronauta) en su piso preparando las invitaciones para la boda. Él le preguntará que si va a invitar a Parker, pues sabe que son muy amigos, y Mary Jane le dirá que no. En su rostro se anuncia un atisbo de añoranza y entonces le pedirá a su prometido que se recueste en el sofá boca arriba para “comprobar algo”. Entonces ella lo besará igual que la besó Spiderman en la famosa escena de la primera película (boca abajo, en un callejón). Al finalizar el beso, su cara volverá a mostrar algo: decepción. Y es que Mary Jane compara el amor que siente por Parker con el beso que le dio Spiderman… Por eso la escena final, con el plano en zoom que se acerca a la cara de Mary Jane al ver que Spiderman y Peter son la misma persona será tan potente. “En el fondo, creo que siempre lo he sabido”, dirá… y podemos pensar lo que queramos de esta frase ñoña, pero lo cierto es que funciona a la perfección si atendemos a la construcción formal y dramática de ambas películas, poniendo atención particularmente a como Spiderman interactúa con las personas que más quiere (igual con la tía May al ser secuestrada por Octopus). Porque la trilogía de Raimi, y muy particularmente Spider-man 2, incide en todas y cada una las relaciones de Parker y su sufrimiento (algunas acabarán estupendamente y otras no). Y es también en esta película donde ese sufrimiento se ve recompensado, ya no solo por sus allegados (Mary Jane acepta seguir amándolo a pesar de su gran deber/carga, su tía lo perdona por decirle la verdad acerca de la muerte de su tío…) sino por todos los anónimos que viajaban en el tren a los que él consigue salvar en una escena de acción memorable. Personas que lo recogen cuando se queda sin fuerzas al haberlos salvado (y lo llevan en volandas, cual santo, a lugar seguro); personas que le ven la cara y le dan consuelo, como si fuese de su propia sangre; personas que guardarán el secreto de su identidad en agradecimiento y como muestra de empatía. Al final del film, Parker sigue sin muchos recursos (todavía vive en un apartamento de mala muerte, cobra una miseria…), pero tiene el amor de su vida, la conciencia tranquila y, más importante, sabe quién es y lo que debe ser sin atisbo de duda.

Gran Torino

La última película que revisite de los 2000 fue Gran Torino (2008), con seguridad mi favorita de Clint Eastwood. Me fascinó tanto o más que cuando la vi por primera vez y escribí este breve texto:

Dos propiedades (según dicen los useños, porque no es solo la «casa») separadas por una idea de frontera que hunde sus raíces en toda una tradición de pensamiento norteamericana detonará una guerra y una última batalla en la que Walter Kowalski entregará su vida para salvar a sus amigos. Unos amigos que casi se han convertido en familia debido a la muerte de su mujer y la distancia entre sus dos hijos y nietos. La diatriba republicana/liberal-demócrata se objetiva, de manera perfecta, en la escena inicial durante la misa (católica) en el funeral de la esposa de Walter. La tradición (lo conservador) se topa con el los cambios (la decadencia, para unos, el progreso, para otros…) sentando un paradigma que Eastwood da por sentado, no olvidándose de él, pero sí dejándolo de lado. Gran Torino se centra en otro tipo de paradigma: el de la tradición común entre dos etnias tan distintas como son los americanos (republicanos) y los hmong. Y esa tradición común tiene su base en la familia y en los valores de honradez, diligencia y seriedad. Una de las claves formales-narrativas del film es la fiesta en casa de los vecinos, cuando varias familias inmigrantes hmong se reúnen y Kowalski cambia la cerveza por el licor de arroz, la cecina por el cerdo y el pollo empanado y empieza a encontrarse a gusto entre esa gente. Y esto no implica que se interese por sus costumbres, ni que sea excesivamente educado o adulador… simplemente encuentra en esa comunidad una especie de ambiente familiar donde todo funciona como debería y punto. 

Al ser EEUU el país del mal llamado “occidente” que más inmigración y tipos de inmigrantes tiene es lógico que se retrate esta realidad, lo que es más raro es que se haga como Eastwood lo hizo en 2008. Hoy ningún cineasta se atrevería a incluir términos racistas cada dos por tres y, lo más importante, de hacerlo no lo harían bien. Lo que pasa aquí es que Eastwood trata el racismo de frente, desde las coordenadas de un hombre que ha vivido mucho y entiende bien las cosas referentes a la mezcla de culturas en su país y no se rasga las vestiduras pues su película no trata de lo buenos o malos que son los hmong en su barrio (de hecho, el racismo también se presenta en aquellos)… sino que se centra en hacer de un chaval sin rumbo un hombre, eliminado unas diferencias que en ningún momento se niegan u ocultan bajo un velo de extrañeza o insidiosa “moralina”. Diríamos que esta película, ella sola, da una patada a todas las películas “inclusivas” del Hollywood actual… Y es que Eastwood, aparte de componer planos en panavisión que, sencillamente son herencia del clasicismo norteamericano, aprovecha la facilidad de transmisión de relatos de su montaje para llevar el asunto a otro nivel. La cantidad de detalles que podrían parecer banales en cualquier otra película tienen un porqué y conducen a algo (y se hace notar con suficiente maestría como para no ser obvio). Hay una acción-reacción entre sutil y simbólico-material que aparece para redondear los actos de cada personaje. Se construyen escenas de alto nivel emocional, dominando la sátira, la representación de la realidad, el dolor y el deber. Sobre todo el deber, que solo se comprende a partir de la relación de ejemplaridad masculina desde Kowalski hacia Thao. 

De siempre (y hasta hace muy poco) los inmigrantes americanos (desde los primeros suecos, pasando por italianos, polacos, alemanes y hasta los coreanos, vietnamitas etc.) debían pasar por un proceso natural de “americanización” que hacía del inmigrante un americano 100% en dos generaciones. Solo se requerían dos cosas: el amor por la patria y hablar inglés. Desde las fluctuaciones de inmigrantes hispanos la cosa cambió hasta llegar al punto en el que se está ahora (eliminación de la primacía social del idioma en muchos estados, pérdida de identidad nacional cristiano-protestante, “multiculturalismo”, descenso increíble del patriotismo y privilegios a minorías con aumento del racismo de diversas formas) haciendo que Gran Torino, la última gran película de Eastwood, parezca algo de hace mucho más tiempo (en términos ideológico-cinematográficos).

Pasando a otras películas como Prokletí domu Hajnů, The Cat of the Worm’s Green Realm, Ned Rifle, Zoo zéro o Dhrupad hablaremos de lo mejor del mes en lo que a mi respecta. La primera, del polaco Jiří Svoboda es una de esas películas que utilizan de manera espectacular la luz y los contrastes (entre colores fríos y cálidos, sobre todo), no para centrarse en el espacio, sino para generar emociones psico-dramáticas entre y de los personajes a través del espacio. Es maravilloso poder perderse en la vorágine de traumas y obsesiones que se van desplegando en cada uno de los miembros de la familia Hajn tras la llegada de un extraño a casa, mientras se da una vuelta de tuerca a los conceptos de locura, carga psico-espiritual y obstáculos vitales. Desde la presencia constante de ese maníaco loco y extraño que es el tío Cyril hasta el ¿contagio? de locura de su sobrina Sonia, siempre a través de una cámara en primera persona que genera un doble espejo de realidades y otorga ese aura de misterio a todas las interacciones. Podrán decir que, como en la mayoría del cine de Europa del este, hay imágenes que no sirven para mucho pues el montaje se aleja tanto del clásico americano y el francés que es un choque verdaderamente apabullante. A mí me parece que películas como esta (y algunas otras llegadas desde países como Checoslovaquia, Hungría, Polonia o Rusia) son dignas de figurar en cualquier libro o lista de cine general a modo de ejemplo de las posibilidades del movimiento y la forma. Es algo raro, en el mejor de los sentidos, que se sostiene sobre las bases de unos modos de hacer característicos de una idiosincrasia histórico-cultural ajena y muy cercana (por lo católico). Y todavía atrae con su barroquismo delirante y grandilocuente, con sus desfiguradas personalidades a través de marcos vivientes y planos a contraluz tan siniestros como la niebla. Al final Sonia se convierte en el terrorífico cuadro que pintaba Cyril, tras una serie de sucesos traumáticos que generarán un jugoso debate en torno a misticismos, herencias y maldiciones… La casa de los Hajn está maldita, pero no sabemos hasta qué punto la razón puede operar entre sus habitaciones cargadas de un éter propio de una época dorada en lo que al cine fantástico se refiere.

Hacer justicia con palabras a cualquier película de Stan Brakhage es algo imposible y más cuando se trata de obras cortas. The Cat of the Worm’s Green Realm es algo espectacular que me hizo acordarme de que el ojo del ser humano puede distinguir más tonos de verde que de ningún otro color… Brakhage consigue aquí hacer su película más cercana a eso que llamaba formas ad infinitum además de incidir en aquello de «ver con los ojos cerrados». Hay en The Cat of the Worm’s Green Realm un par de planos que se asemejan a esas cositas microscópicas que a veces se quedan pegadas a la retina y parecen flotar allá donde miremos. Otros parecen imágenes sacadas literalmente de otro mundo. Y otros son tan concretos, tan «sustancia» en sí misma que es baladí querer describirlos… Al igual que en su The Domain of the Moment, donde hay unos planos de serpientes impresionantes. Pasa también, de manera distinta pero similar, con los exquisitos planos de Hal Hartley en Ned Rifle. Planos que me recuerdan a algunos de Jean-Paul Civeyrac en ocasiones. Su película pone fin al cine-arco-trilogía de Henry Fool y Fay Grim, con Ned, el hijo de ambos y quizá esta sea la película del autor que más cosas consigue y la que se presenta como más redonda dentro de su cine de los 2000. Un manejo de la palabra perfecto acompasado por los planos herederos del cine francés (hay referencias directas a Bresson o Godard), pero siempre con la composición e idiosincrasia particulares de Hartley, y un montaje que funciona a las mil maravillas en continuidad. Los actores en su obra siempre están impecables, pero aquí podemos destacar absolutamente a todos de manera especial. La manera en la que Susan (Aubrey Plaza) se mueve, la forma que tiene Ned (Liam Aiken) de comunicar… incluso el histriónico Henry (Thomas Jay Ryan) y la «pueblerina» Fay; por no mencionar también al reverendo (interpretado por Martin Donovan). Todos ellos en una trama que mezcla incontables géneros de una forma en que los sentimientos verdaderos aparecen de los gestos (hay manos que casi son de Bresson) y se desenvuelve una trama que avanza grácil y bella a través de planos como los de Susan en camas de motel, Ned abatido en la duda u otros que incluyen espacios perfectamente encuadrados (esa ciudad tras Simon Grim que remite al cine americano de los 50). En palabras llanas; un deleite formal que evoca sensaciones tremendas en su total organicidad. Los temas que siempre han interesado a Hartley: el amor, la tragedia, la religión, las chicas complejas, los chicos en crisis, el bien, el mal, la redención, el sacrificio, la piedad… todo está aquí, como reflejo de una parte de la sociedad americana en pleno apogeo (traumático y redentor).

Mi primera película de Alain Fleischer ha sido algo bastante original, teniendo en cuenta la cantidad (e inagotabilidad) del cine francés. Fleischer conforma, en Zoo zéro, un relato de amor entre bíblico y contemporáneo partiendo de las herramientas del cine moderno sin negar toda una tradición dentro del francés. En una noche de lluvia intensa, Eva cantará una canción de amor sobre una dama y un león en el club llamado «El arca de Noé», donde los asistentes llevarán máscaras de animales. Ella estará «enjaulada» por un enano cazatalentos que la tendrá controlada a todas horas, pues la chica es como un animal salvaje que puede escapar en cualquier momento. Entre deambulares por un París siniestro y nocturno, con sombras entre las ruinas y la imagen constante de una idea: “los hombres y los animales son lo mismo, pero los hombres se han mecanizado”, Eva viajará hasta el zoo para visitar a un extraño que la llama; un hombre mudo que la ha visto en el club y dice que recuerda su vida pasada, como cantante de ópera.Eva tendrá dos opciones para impedir que el hombre revele su pasado caótico y lleno de traumas (abusos por parte de su padre y su hermano): seducirlo o matarlo. Hará ambas en una secuencia memorable en la que suena una grabación de el aria de Papageno en el zoo, mientras ambos liberan a todos los animales. Babuinos, tigres, elefantes, cocodrilos, leones, serpientes etc. camparán a sus anchas mientras Eva y el extraño se enrollan y ascienden hasta una roca, momento en el que finalizará el aria y el hombre saldrá del trance… demasiado tarde. Ella se liberará del yugo como una bestia para morir entre el agua de la lluvia y un fuego preternatural y amanecerá por primera vez… La bella y la bestia en un mundo animal-liminal donde el talento de la voz se prostituye para evadir el verdadero sentido de la vida. Los personajes más misteriosos y las cadencias más arriesgadas y firmes para alzarse como una andada nocturna de la civilización a lo salvaje.

Zoo zéro

Por su parte, la música de Dhrupad amanece como forma tangible dentro de una de las mejores películas del maestro Kaul (¡pero es que todas son tan buenas!). En ella la música se ve, de una manera especialmente delicada, gracias al poder del montaje de Mani Kaul y su sensibilidad estética. A pesar de que el dhrupad pueda parecerme, en ocasiones fascinante y otras veces algo ridículo —especialmente en según qué tramos vocales de improvisación y sin negar que me interesan músicas muy distintas y que no lo entiendo (lo mismo me sucede con el khayal)—, estamos aquí, admirando esta película, no por la música en sí, sino por el cine de Kaul. Un cine en el que los movimientos de la cámara anuncian un deleite por observar lo que hay alrededor, haciéndolo enorme e importante; un cine que puede intercalar explicaciones y largos ratos de música sin rasgarse las vestiduras con excusas obvias; un cine de la Verdad. Algo que se encuentra entre la planitud y plenitud de un icono y el silencio pétreo de la arquitectura y los relieves. Y es raro hablar de silencio en una película así, pero en la imagen lo hay… al igual que en ese final digno de la pasión formal de Straub u Oliveira.

Ya que hablamos de música… tuve la ocasión de ver una copia en 35 mm de Fantasía (1940) en el cine. Hacía tiempo que no la volvía a ver, y es que una película tan importante para la historia del cine de animación como esta no puede dejarme indiferente. Obviamente, no lo hace, aunque sea obtusa debido a las exploraciones a modo de intermedio entre actos y también dado que estos no son todos igual de notables (la película está dirigida por muchos habituales de la Disney, entre ellos, el maestro David Hand y el mediocre James Algar). Desde mi más tierna infancia hasta hoy. siempre ha habido dos capítulos que han llamado más mi atención: «La consagración de la primavera» de Stravinski (que corresponde visualmente al origen del mundo y la extinción de los dinosaurios) y la dupla «Una noche en el Monte Pelado» de Mussorgsky y el «Ave María» de Schubert. Ambas dos me parecen algo superior a todo lo demás porque ofrecen ese fascinante escaparate de invenciones pictóricas que, con limitaciones (y gracias a esas limitaciones se consigue algo tan bueno), consiguen formular espacios en el lienzo unidos a movimientos de cámara prodigiosos. Los movimientos de la lava o el giro de un dinosaurio agonizante en la una, así como los fantasmas que parecen estar pintados con tiza y el diablo negro que juega con los demonios en sus manos mientras cambian de formas y colores en la otra son algo indescriptible. Son fragmentos en los que la música y la imagen comparten, no solo ritmo y adecuación, sino también un misterio y una singularidad que se aprecia también en «Toccata y fuga en mi menor» de Bach, aunque este primer movimiento en la película sea demasiado poco concreto en su definición (niego que sea abstracto, porque la abstracción no son líneas y sombras…). Precisamente los dos fragmentos que destaco son distintos y más potentes en el momento en el que los planos dan paso a rostros o escenas dibujadas dentro de otras (sobre todo en la de Mussorgsky) y los colores operan con viveza propia más allá de su definición dentro de las líneas. La mezcla de animaciones en general es algo tremendo y Fantasía consigue alzarse de nuevo como un ovni dentro de la Disney, algo completamente fuera de seria (aún teniendo concesiones a la futilidad y lo anodino; expresado sobre todo en la infantilización extrema de un Olimpo que, por otra parte, no queda nada bien resuelto en torno a la «Pastoral» de Beethoven).

Sea como fuere, siempre me quedará ese recuerdo increíble, esa imagen de la infancia, una de las más vívidas que tengo, que es producto de las campanadas finales del fragmento del monte pelado. Unas campanadas que me llevaron al sueño para después despertarme viendo algo tremendamente distinto: unas siluetas portando lámparas de luz en un camino mientras sonaba el “Ave María”. Yo me pregunté si me había dormido mucho tiempo pues aquello parecía otra película… Cuando la volví a ver y me fijé en la transición, quise como olvidarla y volver a esa imagen angelical que transitó desde el demonio cerrando sus alas. Para mí, esos peregrinos hacían una marcha hacia lo eterno, hacia un amanecer vibrante, más que el que se ve al final de la cinta. Amanecer que solo pude imaginar entre espacios de música siendo muy pequeño… Es un tipo de magia muy particular que se desprende de películas que son difíciles de encontrar. Por ejemplo, volviendo a ver A Village Romeo (1971) he vuelto a darme cuenta del del tamaño descubrimiento que fue el cine de Ronald Chase (hace apenas dos años). Describirla es imposible por ridículo. Esas transiciones no se pueden traducir a palabras… Como cualquier película de Chase, es todo el cine de Chase; aunque todavía no llega a lo espléndido. Sin embargo, el misterio de sus imágenes es algo tan inusual y tan único que no deja de fascinar (aun comparándola con otras del autor). Me sucede lo mismo con Pour une nuit d’amour de Edmond T. Gréville (1947). Este mes la he vuelto a ver, después de poco tiempo y todavía no he podido escribir algo sólido… La película no lo necesita. Podría apuntar que el final es increíble; que Julien, en su bondad absoluta, no puede dejar que Thérèse vaya presa y por eso no dice nada y que para ella, sin embargo, la prisión sería la solución preferible a su vida de casada y al peso que supone su propia conciencia. A los ojos de un liberal burgués, la idea es comparable. A los ojos de un proletario, no. Gréville monta el plano detalle de sus manos para sugerir unión y desunión, también para proponer una objetivación de esa idea de «prisión». La injusticia queda presa en la mentira, pero no hay felicidad para nadie. Y estas líneas no hacen justicia a la fuerza de esos dos planos (de las esposas y de los dedos entrelazados)… es algo que está a otro nivel.

Este mes también he visto Dream Enclosure de Sandy Ding (2014). Ding siempre ha tratado de convertir lo cotidiano en algo espectral a través de la edición de imágenes y sonidos, aunque a veces los sonidos dejen bastante que desear en su extrema disonancia industrial. Pasaba más con Night Awake y es en sus películas silentes donde encuentro lo mejor de él, aunque Dream Enclosure sea una excepción. Aquí puede que llegue a un punto álgido dentro de sus capacidades en torno al montaje (cuyas ideas no puedo negar que son muy solventes) y algunas escenas son dignas de admiración. Imágenes de medio segundo se intercalan con otras en un continuo campo de operaciones vibrantes cuyos grises resaltan cada grano en su volátil viaje a través de la luz. Aun así, sigo teniendo problemas con su cine, al igual que pasa cuando se trata de películas como Videophobia de Daisuke Miyazaki (2019), en este caso por la languidez y ese aura de «incertidumbre» que llega a menos puertos de lo que a uno le gustaría. Si bien es cierto que desde el principio se da una ambigua presentación del personaje de Ai, que se dedica presuntamente a tener chats eróticos en vídeo por la noche, subrayando su soledad dentro del mundo de la actuación, no puedo evitar ver disonancias posteriores que trabajan su “rareza” desde puntos de vista algo tramposos. Es decir, la tensión constante que se materializa a través de la desconexión entre ella y su imagen (cuyo colofón será un vídeo imposible subido a internet) servirá para crear escenas cargadas de una “inquietud” falsaria que remitirá a la paranoia constantemente, pero de manera que todo parece normal. Es un truco que usan muchos cineastas al no querer arrojar realismo a un problema delicado o al pretender elaborar misterios que siempre sean alegóricos. Es un juego algo sádico y también aburrido en más de un sentido, aunque la película ofrezca algunos momentos interesantes al, por ejemplo, desestabilizar el encuadre cuando Ai se hunde en la desesperación… pero luego hay escenas desconectadas que obviamente están preparando el terreno para un final “ambiguo” y “abierto”. En plan “ve lo que quieras ver…”, “la película se abre a muchas posibilidades” y más memeces pseudointelectuales que camuflan alguna carencia de Miyazaki. La fisicidad se pierde en la forma estilizada para terminar evaporando el problema de la intimidad y la imagen “robada”. Algunas escenas parecen mero escaparate para representar ideas “inteligentes” que, en realidad, aportan poco o nada al conjunto. Si bien la escena de la conversación con la policía o todas en las que aparecen las “mascotas” son modos de articular un discurso de forma vaga, de alguna forma las escenas se sentirán algo vacío e inconexo. Aquellos que comentan que recuerda a Franju, o a Teshigahara no yerran pero, si Videophobia remite a imágenes de Los ojos sin rostro o El rostro ajeno, es por las razones más pueriles, obvias y de «imitación».

The Big Mouth (1967) no es de lo mejor de Jerry Lewis. Como pasaba con The Family Jewels, lo repetitivo de la personalidad múltiple (de la máscara múltiple) se hace algo pesado debido a que el director no estaba explotando todo lo que daba de sí su manejo del espacio, del gag (aunque algunos son buenos) y de la forma cinematográfica. No pasa aquí como con las mariposas de The Ladies Man, la clase de canto de The Patsy o la completa y genial Smorgasbord… hay ideas y momentos de brillantez, sí, pero al final es como dice el narrador: un entretenimiento, nada más. Algo que Lewis manejaba bien, pero que llega a mejores cotas (más interesantes para los que buscan algo único) en las películas mencionadas. Y es que ver a otros intentando hacer el «slapstick facial» de Lewis durante varios planos exclusivos no es tan interesante. Hablando de comedia; con El metafísico (2023), Pablo Chavarría se adentra en el terreno de la comedia, experimentando con las maneras más acordes de filmar esas conversaciones, situaciones y momentos que tiene uno en la vida diaria. Es, básicamente, como si un drama de corazones rotos se topase con una colección de escenas de humor (absurdo, inteligente, espontáneo…) partiendo de esa fina línea que separa improvisación y preparación de escenas (algo que el autor ya ha manejado antes, sobre todo en su película inmediatamente anterior). Existen en ella interesantes gags que casi siempre se relacionan, bien con estar colocado, bien con el desamor. Momentos musicales, de misterio y referenciales en torno al cine (desde Keaton hasta Lynch) que abogan, una vez más, por un tipo de experimentación narrativa singular dentro del cine Mexicano (y, por extensión, hispano). Pero, lo que El metafísico supone para la carrera de Chavarría es un canto a la ciudad de San Cristóbal de las Casas, con sus subidas y sus bajadas.

Y luego hay películas, como Jallikattu (deshecho del cine comercial de la India), que son un desastre progresivo… La película de 2019 de Lijo José Pellissery es El exceso hecho religión… un montaje que parecía tener algo de interés a pesar de los planos a lo Bollywood se convierte en tremenda cacofonía en la que la moraleja (el hombre que persigue al ídolo y se olvida de Dios) se pierde entre griterío y tramas atropelladas. Un uso de la acción muy raro y errático que tan pronto se centra en el poder (siempre grotesco) de la edición como en las tonterías más simplonas… Algo que no sucede en Amore tossico (1983), una de las películas que valoré para mi TFG, pero decidí descartar por demasiado «ficticia» en su narrativa. Claudio Caligari consigue llevar a cabo una notable obra que bebe del neorrealismo y de lo kinki situando la drogadicción y sus consecuencias a un nivel digno de un melodrama directo y crudo, pero sin cebarse en la miseria extrema. Hay un par de escenas que resuenan fuerte entre las demás: en una vemos a dos mujeres (madre y abuela) haciendo de camellas mientras una propone cortar (más) la coca y la otra se resiste a hacerlo porque se compadece del pobre joven que se ha gastado 20 liras en algo que vale, de por sí, menos. La otra muestra al protagonista en una noche de insomnio junto a su novia, tanteando la pistola con la que ha cometido un atraco; poniéndola en su boca y en la sien y después junto a la frente de su chica, la cual se despierta y pregunta “¿por qué?”. La misma chica que morirá al final de sobredosis y llevará al chico a los avernos de la culpa y el remordimiento, recordando cómo empezaron a meterse de jóvenes… recordando todos los errores y que por su culpa, esa chica empezó y acabó el camino de la drogadicción. Mencionaría también la escena del cuadro pintado con la sangre “extra” de las jeringas en casa de una cuarentona adicta de no ser porque Caligari se recrea demasiado en él mediante una serie de fundidos (dándose cuenta de que es una buena metáfora y arruinándola con tanta atención puesta en la misma). Sea como fuere, Amore tossico se coloca, junto a El pico y Yo, Christiane F. como una de las grandes películas del cinema verité sobre drogadicción. Un plano de la jeringa en vena para pasar a uno de los ojos totalmente idos es solo una de sus potencias.

Amore tossico

La tercera película que vi este mes en el cine (tras Fantasía y Aggro Dr1ft) fue Furiosa: A Mad Max Saga (2024). Pero, antes de hablar de la decepción que supuso, me permitiré agregar unas líneas sobre Mad Max: Fury Road (2015), la cual volví a ver antes del estreno del spin-off de Furiosa…

Viaje de ida y vuelta, Apocalipsis extendido dentro del Génesis que vendrá. Nunca he entendido del todo por qué el término «post-apocalíptico» incluye siempre visiones de personas en un páramo. Se supone que el fin es el fin ¿no? Que todos mueren y todo acaba… Pero, en fin, aunque Mad Max: Fury Road se englobe dentro de esta temática (y del cine de «catástrofes»), lo cierto es que su conexión con el fin de los tiempos (o, al menos, el fin de algo) tiene mucho más que ver que el simple hecho de suceder en un futuro devastado en el que las gentes se han convertido en una mezcla de fanáticos paganos y locos violentos. En la película de Miller hay una serie de conexiones con las Sagradas Escrituras que van desde el Edén, el Paraíso perdido, Babilonia y el rey David hasta las Revelaciones, con sus cuatro jinetes. Si bien podemos intuir que tanto Immortan Joe como el Criador de Balas y el Comehombres hacen referencia a la Conquista, la Guerra y el Hambre, por eliminación deberíamos pensar en el propio Max como la Muerte debido a que es el que finaliza el trayecto de desolación por la carretera hasta acabar con el mundo que Joe había construido en base a su semi-divinidad impostada. Max, que tiene constantemente visiones de aquellos que murieron porque no los pudo salvar y que influyen en su visión de la realidad para pasar de ser un nómada a una especie de “guía caótico hacia la esperanza”. Pero, debido a que su pasado lo atormenta hasta el punto de haberlo vuelto loco, no podrá formar parte del «nuevo Edén» junto a Furiosa y los demás, siendo ella la que encarnará una figura algo mesiánica y redentora (de sí misma), salvadora y agente del cambio (o de la vuelta a un mundo más justo). 

Ahora que está en salas el spin-off de Furiosa me pregunto qué sentido tiene tratar algo más acerca del personaje, al margen de explotar la saga económica y mitológicamente. Es cierto que Miller gusta de conformar un universo en el que lo futurista y lo paleolítico se unan en mezcla original y brutal, pero ¿hasta qué punto ha abandonado su proyecto-secuela titulado «The Wasteland» para sucumbir a las exigencias del capitalismo liberal woke y hacer de Furiosa algo así como un personaje femenino de esos que ahora están tan de moda (empoderamiento y demás memeces)? (esto se corroboró después…) Pero, volviendo a Fury Road (la cual es una película sobre Furiosa de por sí y Max no es más que un nexo, un ángel de la muerte, entre tramas insinuadas de su pasado) debemos reconocer que es una película de acción de las que muchas deberían beber (o, al menos, intentar aprender). Miller se centra en amoldar lo básico de una trama de dos actos en torno a la acción incesante y sus cambios en las tonalidades (en un principio, el director quería haberla rodado en blanco y negro) de colores cálidos y fríos, propios de la noche y el día en el desierto. Los vehículos mostruosos, apratosos y convertidos en máquinas para la guerra y el pillaje se enfocan desde perspectivas oblicuas desde las que se construye una sensación de gigantismo y potencia asombrosos. El montaje de algunas escenas sigue la estela de un cine de atracciones inclinado por la relación hombre-cosa y su interactuar para conseguir movimientos increíbles que, solo por su agilidad, permiten arrojar detalles de la mitología y el modo de ser de ese universo. Cómo los soldados mediavida rinden culto a Immortan para que conduzcan hacia el Valhalla, cogiendo los volantes de una pila ritual y cromándose los dientes antes de dar el salto final… la adrenalina se desprende de cada corte, cada zoom y cada fundido en planos detalle y generales de corta duración. La sensación es vertiginosa y precipitada. Pocos son los momentos de quietud e incluso en ellos hay tensión. Recordemos la primera interacción de Max con las mujeres; en la cual no media ninguna palabra o muy pocas. También tenemos el final, en el que ellos regresan al Paraíso para mostrar el cadaver de Immortan Joe ante su pueblo. Ahí serán los niños, las madres que producen leche y los miserables de “abajo” los que sean enfocados propiciando los cambios (bajando la plataforma, abriendo la llave del agua, subiendo hacia la tierra fértil…). Todo el entramado estilístico-formal del film responde a la impetuosa manera de conformar relaciones entre personajes (básicos, estereotipados) a través de la acción cinética como solo en los mejores blockbusters de acción se consigue. Es decir, todo dentro de la película contiene un simbolismo (alegórico o no) que se resuelve en lo mitológico y en lo práctico a niveles sencillos temáticamente, pero complejos en su ideología audiovisual. Loa componentes cinematográficos ascienden a la categoría de herramientas del exceso salvaje en aras de propiciar una serie de estímulos mientras se nos dan claves fáciles para comprender qué está sucediendo o cómo aon los personajes dentro de la compleja y medida estructura de una cadena de imágenes aceleradas (como los vehículos) y que parecen explotar en contacto con otras (también como los vehículos). Una película que se puede comparar con Monster Hunter en su anulación de psicologismos y un acercamiento a la acción pura desde parámetros imposibles, teniendo en cuenta a los personajes solo como figuras-tipo que establecen relaciones en base a la acción (que es lo primordial). También se podría equiparar en calidad a Ambulance, aunque la de Bay sea más interesante formalmente… Sea como fuere, Fury Road es uno de los pocos ejemplos de cómo hacer cine de acción en nuestra era.

Mad Max: Fury Road

Y tal y como me temía, Furiosa: A Mad Max Saga es un ejercicio típico de película-de-orígenes que tiene alguna escena de acción digna, pero un lastre considerable teniendo en cuenta su narrativa típica y su construcción (lógica, por otra parte, para lo que se propone) de personajes en torno a psicología, argumento y demás obstáculos para una acción épica y una mítica que sí estaban en Fury Road. Aquí los tótems o iconos sirven para dar un trasfondo a personajes que dejan de tener interés por su extrema humanización. Lo que pasaba en la primera (que conocíamos a los personajes por sus gestos y sus gestas) se suprime y sustituye por una sarta de tópicos que giran en torno a la evolución de Furiosa. Y entre tanta construcción narrariva, aparecen los huecos, los atropellos y los resultados terminan por dejar mucho que desear para alguien que busca otro tipo de film de acción contemporáneo. Para ejemplos, la presencia de personajes y escenarios característicos de Fury Road, pero a modo de referencia barata (véase la presencia inútil del Comehombres) o la evolución de Dementus como líder nómada que acaba siendo objeto de una venganza demasiado obvia. En definitiva, una película comercial de narrativa típica e ideas convencionales que posee ciertos elementos a valorar, aunque no sean suficientes para mejorar el conjunto. Y es que la sencillez explosiva de la anterior se estira aquí sobremanera para intentar dar sentido a algo que no debería tenerlo (porque Mad Max es la guerra y la velocidad). Intentar dar profundidad a un mundo así sólo conlleva vileza, explicitud y pérdida de toda mitología en pro de literatura. En palabras llanas: no se debe hablar de una épica guerra de 40 días en el desierto y mostrar diez segundos de imágenes superpuestas cuando hemos tenido planos más largos de Furiosa y su novio en el camión sin que nada explote…).

Para finalizar el texto, añadiré que volver a Sokurov (algo que hago, más o menos, cada año) es siempre gratificante, sobre todo si vuelvo a ver alguna de sus películas de los años noventa. No escríbí nada sobre Fausto o Páginas ocultas (cuya reseña se puede leer aquí), pues ya he expresado bastantes ideas en el pasado, pero sí añado algunas líneas sobre Madre e hijo, El segundo círculo y Robert: Una vida afortunada.

Madre e hijo

Parece mentira haberme dado cuenta, al ver Madre e hijo por tercera vez, de las obvias referencias que la película hace a la relación Madre e Hijo de Cristo y la Virgen María. Hay una escena en la que se habla del sufrimiento de este… aparte se menciona que ella muere “por él” aludiendo claramente a la figura del Padre en el Hijo, es decir, de Dios en Cristo; así como todo el diálogo del principio acerca del sueño (lo que hacen unos malos subtítulos…) y la ausencia total de una figura paterna incluso en el recuerdo (porque no la hay ni nunca la hubo…). También está el hecho de que los papeles se intercambian de manera hermosa, siendo el hijo el que actúa como un padre, llevando a la madre en brazos y llamándola “mi pequeña” de forma cariñosa (otra prueba más de su carácter como Dios Padre, manifestado de forma que encaja con la situación, digamos, realista). Más todavía, el viaje/paseo que da este por el bosque casi al final de la película, con el incesante sonido de un mar que no vemos hasta ese plano del barco que se va (alegoría de la muerte de la Madre), se refiere a la partida de Cristo, de manera sutil, pero en vez de morir él crucificado, se resuelve el misterio metafórico volviendo a un plano actual siendo la madre la que fallece y su hijo pide por favor que la espere más allá. Es algo genial por parte del maestro, quien otorga calidez a un momento frío (con la mano de la madre casi blanca) en el que el único momento de dolor se refleja en un quejido del hijo mientras tensa su cuello. Madre e hijo resulta ser, además de una de las películas más bellas que hay, una alegoría fantásticamente cotidiana de la relación por antonomasia de una madre y un hijo en nuestra tradición cristiana.

Aquí adhiero un texto que escribí en julio de 2020:

La inspiración romántica de Sokurov (Friedrich en concreto) da lugar a una triple vertiente pictórica que deviene milagro visual en el plano final: la mano de la madre, la mariposa y el cuello del hijo apoyado en ella. Aquí la imagen recuerda a la iconografía bizantina por su «eternidad» y aplanamiento, al romanticismo por su color y al clasicismo por su posición. Mat i syn es una obra maestra, quizá la obra maestra de Sokurov. El viaje de la muerte se presenta en un deambular que será motivo de estudio en el cine contemporáneo e incluso experimental del nuevo siglo (Disquiet de Ramir tiene un plano muy similar al del hijo en el camino). El paisaje deviene pura materialización del sueño y, con él, el paso de este mundo al otro se hace tangible mediante la eliminación de la perspectiva. Ya no se puede distinguir entre horizontal y vertical así como tampoco podemos hablar ya de narración per se. ¿Hacia dónde va el tren y de dónde viene? La niebla y el humo se disipan ante la vista de un prado totalmente abrumador y no menos misterioso. La inclinación visualmente desequilibrada de los planos significa orden terrenal y celestial. La belleza emana de la palpitante esencia de la propia imagen moldeada.  Oímos el mar ya desde el principio y no lo vemos hasta llegada la hora del adiós. Un mar, levemente girado y con un barco en sus inmensas aguas grises. También es de destacar el hecho de que, aquí como en anteriores y posteriores cintas de Sokurov, no sepamos ni el lugar físico donde nos encontramos ni tampoco el tiempo concreto. Las estaciones suceden «a la vez» pues mientras la madre dice que no quiere que llegue la primavera, vemos un árbol en flor. En una escena anterior un árbol con sus frutos y en otra las hojas rojas otoñales. Si nos guiamos por la imagen estamos perdidos pero el sonido (música, ruidos y diálogos: sumados como un todo esencial y primordial – recuerda la escena primera en la que ambos hablan creando una armonía propia de instrumentos musicales) nos indica que es invierno. No uno físico sino espiritual. El ocaso del alma y del cuerpo. 

Al margen de todo lo que pueda ofrecer la Forma de esta maravilla, me parece interesante hacer una “comparación” a modo de curiosidad con otra película única, intemporal y esencial como es El caballo de Turín. Ambas películas se ruedan en torno a una casa que se construyó específicamente en ese sitio determinado. Una vez más el paisaje dirige la inspiración artística y genera toda la obra a su alrededor. En el caso de Tarr fue por el árbol solitario que se alza en la colina y no es difícil ver la importante presencia de los árboles solitarios en Mat i syn. Por otro lado, también ambas sitúan a dos familiares en un paraje desierto: madre e hijo en la del ruso y padre e hija en la del húngaro. Está claro que las dos películas son abismalmente distintas pero no está demás pensar acerca de sus similitudes.

Nunca me había aventurado a escribir algo sobre El segundo círculo (1990), porque la considero una película muy desnuda (quizá de las más desnudas de Sokurov) y no la había vuelto a ver desde la primera vez, hace ya unos seis años.

«Un día, todo hijo tendrá que cumplir un triste deber: enterrar a su padre. Este es el evento principal y único que ocurre en El Segundo Círculo y está representado con una simplicidad épica y en cada detalle. Hace visibles todas las conexiones rotas de nuestra vida, la inercia sin sentido de los rituales que ahora están desarticulados pero que en los viejos tiempos tenían contenido y significado sacros… Padre muerto, ciudad muerta, tiempos muertos, y uno difícilmente puede distinguir el día de la noche y la vida de la vida. no existencia. Desaparición sin dejar rastro, un patrimonio insignificante, un puñado de falsas reliquias que resumen toda la vida… He ahí la trágica consecuencia de los delirios históricos de nuestra sociedad, la sociedad que se atrevió a desarticular el tiempo y a situar lo social. dogma por encima de todo».

—Aleksandr Sokurov

Poco más se puede decir… Quizá pensar en ese plano de un cielo neblinoso sideral de increíble belleza que aparece brevemente antes de la mitad de la película, cuando el joven parece evadirse mientras la mujer de la funeraria intenta sacarle los cuartos…

Robert: Una vida afortunada

Robert: Una vida afortunada (1997) es una obra superior dentro de la filmografía del ruso. El film se plantea como un film-documental que trasciende cualquier idea preconcebida para ahondar en la belleza de la imaginación. Un recuerdo de Robert que viene dado por una cita de Dostoievski mientras se ve una obra de teatro tradicional en Japón nos conduce a visualizar unos cuadros que regresan a la vida, ofreciendo un sinfín de resonancias plásticas con los motivos principales de Sokurov. Un árbol y otro, uno real y otro pintado; y, sin embargo, el uno parece pintado y el otro, real. Admiración unida a devoción, ruina unida a elegía… maestría en la técnica y sentimiento arrollador en cada fina hilada de imágenes. Cuánto más la veo, más anonadado quedo. Y Fausto, aunque no me parece tan genial como las de los noventa, es, sin duda alguna, la mejor adaptación de «Fausto» desde Murnau (el siguiente texto se compone de notas de los años 2020 y 2021).

El Fausto de Sokurov opera de manera simbiótica entre el relato de Goethe (tan denso como rico. Imposible de trasladar completamente a cualquier otro medio) y la condición humana. Un plano terriblemente pictórico e intencionadamente “falso” de un cielo del que cuelga un espejo da paso al vuelo de un pañuelo y después a un pequeño golfo en el que se sitúa la acción («al principio fue la acción»). Después un fundido y el primer plano del pene de un cadáver.  Sokurov traza una línea narrativa desde la oposición de su cámara al tiempo cronológico y constituye una serie de planos que no responden a la literatura como sí lo hacían los de Murnau. Lus suyos son planos carentes de sentido lógico y llenos de sentido espiritual. Pues la obra va del Bien y del Mal, del acto de posesión y del comercio del alma humana. También de una guerra que ya no se libra entre Cielo e Infierno (todo lo que sabemos de Dios es que tiene una Iglesia en la Tierra en la cual el Diablo entra sin ningún temor y con total falta de impunidad y pudor) sino en el mundanal territorio de los seres de carne. Carne que se abre y se extirpa, que se huele y se saborea. La película acaba en el Inframundo, con Fausto como recluso que se cree libre y todopoderoso tras haber dejado atrás su cuerpo físico. Al conquistar a Margarita, un plano de su sexo lo dominará para siempre hasta caer en la Estigia y desaparecer para luego regresar y andar entre rocas desnudas y el lamento de los condenados.

Sokurov es un maestro y aquí parece crear una nueva Forma para su porvenir, que retomará en Francofonia y esperemos que siga experimentando. Para deleitarnos con la belleza propia de un icono angelical está la imagen de Margarita allá por el final del tercer acto del film. Una imagen del rostro de la bella actriz que trasciende el propio sentido de la palabra «bello».

«El bien no existe pero el mal sí», dice Wagner. «¿Te das cuenta de lo que dices?» le replica Fausto. 

«Yo no caí en la tentación» alega Mauritius, a lo que Fausto le responde: «tú eres la serpiente».

«¿Quién puede creer hoy en Dios?» pregunta soberbio Fausto a Margarita/Gretchen y el diablo en una esquina responde en voz baja: «yo».

El Infierno en la Tierra alegórica de Dante, tal y como se ve al final es la caída y no la redención final de un Fausto tan humano como insecto. Tras firmar el pacto con Mefistófeles, éste se lo lleva directo a un Infierno que nada tiene de metafísico por el túnel de las ratas. Aunque vaya urdiendo mientras tanto el plan de envenenar a la madre de Margarita/Gretchen, ya posee el alma de Fausto y lo engatusa de la forma más cómica y pertinente posible. El objetivo del Fausto de Sokurov difiere en cuanto al de Goethe en que no hay nada en juego. Mauritius no tiene que hacer nada para que Fausto le venda su alma, pues a él le importa poco. En su obcecación científica y racionalista le llega la muerte en vida y no hace falta que muera para conocer un más allá (que, por otro lado, es el más acá). 

En el cielo hay espejo que refleja el mismo y no hay ángeles. El Infierno está entre esas montañas, en el mismo pueblo, tal como llevamos viendo toda la película. Mediante esas personas que chocan y no pueden pasar de los umbrales de sus puertas, que dan tanto asco como lástima (casi como la visión medieval de la Rusia estalinista de Aleksey German, pero sin exagerar), se compone un cuadro romántico del deseo y la imprudencia. La ciencia antropológica de Fausto le sirve para llenar un vacio de fe con conocimiento (insulso comparado con la búsqueda del alma, la cual no aparece entre las tripas de un muerto) incluso en el Infierno, donde los cráteres escupen vapor y solo Dios sabe por qué. “¿Qué sabes tú del sufrimiento?” dice el diablo en una posición patéticamente acertada. Su soledad se había terminado con Fausto y ahora él lo abandona. En su cárcel eterna y sin ninguna posibilidad de salvación, Fausto perderá todo su poder sin siquiera saberlo. ¿Dónde irá? Allí, una y otra vez; es decir, a ninguna parte. Aquí ya no hay esperanza ni tampoco un alma que pueda escapar al Cielo como en la obra de teatro. La no-existencia que va tras la muerte parece más agónica que la no-existencia previa al nacimiento, tal como dice el Diablo.

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Una curiosidad que se me vino al ver a Lars Rudolph en el papel de camarero y que, no se porqué no se me había ocurrido antes, entronca con su papel en la obra maestra de Béla Tarr Armonías de Werkmeister. En ella el actor alemán interpreta a János Valuska, un joven cartero ilusionado con el orden cósmico. En Fausto su papel se reduce al de un camarero común, pero tiene lugar una conversación que despierta un posible ¿homenaje? al personaje de Tarr y Krasznahorkai. El camarero pregunta a Fausto acerca de los cometas del cielo y concluye, tras la indiferencia y la compleja respuesta de éste, que son el resultado de las flatulencias del cielo. Añadiendo a su condición profesional (¿conversión del inocente Valuska en el camarero que lo echó del bar e interrumpió su representación del eclipse en Armonías de Werkmeister?) la cualidad cósmica que tanto le interesa podría establecerse la interesante relación entre Sokurov y la película de Tarr (todo dentro de un mínimo, tampoco vayamos a elucubrar demasiado).

Fausto

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